La entrada histórica de Jesús en Jerusalén, la entienden los
evangelistas como una presentación
pública, que Jesús hace de sí mismo como Mesías, dispuesto a asumir su misión
hasta el final aceptando la entrega y la misma muerte de cruz. Es una entrada
de rostro triunfal y corazón amargo, donde unos (los sencillos) lo aclaman y
acogen, mientras otros (jefes del Sanedrín) lo rechazan y condenan.
El viene como Rey y Mesías. No en poder y gloria como vengador de enemigos y salvador de amigos; sino en humildad y sencillez, como salvador de pobres y oprimidos. Este Mesías no responde a las expectativas políticas de la tradición. Pero él sabe que sólo aceptando la misión sin engaño salvará a los que esperan.
Sólo por la cruz se llegará a la gloria. La subida de Jesús a Jerusalén es un peregrinar hacia la Pascua, para cumplir hasta el fondo la misión. Sobre el pollino va ya la cruz de la esperanza nueva. Por eso Jesús no puede reprender a los que gritan y aclaman, pues «os digo que si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Es preciso valorar, más que la bendición de los ramos, la
procesión con los ramos. Se trata de acompañar, aclamar, actualizar los
sentimientos de Cristo de los que le acogieron. Los ramos no son «objetos
benditos» para guardar, sino elemento para acompañar a la procesión. Como hace
2000 años salimos a las calles a aclamar a Cristo como Mesías, como el Señor de
nuestras vidas. Pero ahora de una forma definitiva porque hemos sido testigos
de la Resurrección de Cristo y de su poder en nuestras vidas.
¡Feliz Domingo de Ramos!
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